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Opinión: «El arte de leer»

«El arte de leer»

La columna de Gonzalo Contreras, Artes y Letras, El Mercurio, Domingo 17 de marzo de 2024.

A diferencia de la obra de arte material, pintura o escultura, la más inmaterial de las artes, la literatura, requiere de un otro indispensable, un otro sin el cual no se completa el destino de la obra.

Contra lo que se suele pensar, no leemos solo con nuestro intelecto, sino con todo nuestro sistema nervioso, según esa experiencia de la lectura que describe Nabokov, en que la mayor expresión de goce es el frisson, el estremecimiento, el temblor en la espina dorsal, ante un hallazgo de nuestros sentidos en la línea de palabras que componen una imagen que clama por ser descifrada. Ese “arte combinatorio”, del que hablaba el mismo Nabokov, como la magia según la cual un conjunto de signos abstractos compone de pronto una imagen visual en nuestro consciente, es la pequeña tarea que le compete al lector concluir como participante activo de la tarea de la lectura. La experiencia que describe Nabokov podría ser equivalente al síndrome de Stendhal, el pasmo, o el espasmo, ante la contemplación de la belleza de la obra de arte de un observador pasivo, pero en nuestro caso es diferente, la obra literaria requiere de una participación muy activa de aquel que se aboca al goce de descifrar signos en una obra poética o narrativa. A diferencia de la obra de arte material, pintura o escultura, la más inmaterial de las artes, la literatura, requiere de un otro indispensable, un otro sin el cual no se completa el destino de la obra. Dicho de otro modo, la pintura o escultura no contemplada, solitaria en el museo o en la plaza o la avenida, es más sí misma, que un libro cerrado. El libro no toma conciencia de sí sino hasta que sus líneas son recorridas por los ojos ávidos del lector.

Marcel Proust ahonda más en la profunda cuestión de la lectura, en cuánto y cómo nos involucramos como lectores con la obra, cómo nos vemos implicados en una historia ajena, como es la alteridad de la obra literaria. Porque, dice Proust, cuando leemos, nos leemos, a nosotros mismos, aquella hilera de árboles, aquel camino sinuoso, descrito por el autor en aquella página, es nuestra hilera de árboles, nuestro camino sinuoso, aquel que está en nuestro inconsciente, y luego aflora a nuestra memoria, y nos reconocemos en aquella imagen nuestra, guardada en el inconsciente como idea platónica de hilera de árboles y camino, y volvemos a quién éramos en ese entonces, cuando caminamos junto a esos árboles que han vuelto a nuestra memoria; como dice Proust, “cuál era mi yo en ese entonces”, el que percibió las cosas de esa manera, lo mismo que la degustación de la famosa Magdalena, desata un mundo de recuerdos y evocaciones y relaciones de cosas, que permanecían ocultas en algún lugar recóndito de nuestra memoria.

En los artículos publicados por Virginia Woolf entre 1925 y 1932 en el Times Literary Supplement, reunidos en libro como El lector común, la autora de Orlando desarrolla el aspecto de lo indeterminado, lo que el lector debe aportar de sí para el ejercicio de la lectura y para la completitud de la obra. Para ello examina las novelas de Jane Austen, por quien sentía una admiración sin reservas: “Nos estimula para que aportemos lo que no está ahí. Lo que ella ofrece es, en apariencia, algo insignificante, pero está compuesto de algo que se expande en la mente del lector”. Con lo que debemos convenir que el autor no está en una torre de marfil e ignora o desdeña a su lector, como la tradición sugiere. El autor y su obra no pueden alejarse de su lector, ni deben pedirle a este, como lo hacía la escuela de Frankfurt, que desentrañe los reflejos en la narrativa de “las alienantes estructuras de producción capitalista”, o luego la French Theory, que pretendió a la obra literaria como una construcción lingüística autosuficiente, autónoma, un artefacto verbal, de la que podemos dar cuenta de su estructura y nada más. El lector sí quiere estar en la obra, participar de ella, insuflarle su propio espíritu. Woolf insistía que la lectura no era cosa de eruditos o pedantes intelectuales que teorizaban acerca de ella, como el crítico, o el académico, sino que era “el lector común” quien mejor encarnaba esta comunicación privada entre dos espíritus, “aquel que lee por placer, más que para impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas”. Como decía Descartes: “La lectura de todos los buenos libros es como una conversación con la gente más honesta de los siglos pasados que fueron sus autores”. Porque si la lectura supone buena fe por parte del autor, debe reconocerle la misma al lector, ya que contra lo que dijo Roland Barthes en los 70, que el autor ha muerto, habría muerto también el lector, su cómplice. Finalmente, es entre ellos, entre autor y lector, en su secreta complicidad, como dice Marcel Proust, que se da ese “milagro fecundo de una comunicación dentro de la soledad”.

Es entre ellos, entre autor y lector, en su secreta complicidad, como dice Marcel Proust, que se da ese “milagro fecundo de una comunicación dentro de la soledad”.

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